Buscar este blog

sábado, 28 de septiembre de 2013

EPÍLOGO Ana Ajmátova

I

Ahora sé cómo caen las personas,
cómo, debajo de los párpados, asoma el miedo,
cómo el sufrimiento pone en las mejillas
duras páginas de escritura cuneiforme.
Cómo los rizos negros o cenicientos
se tornan plateados de repente,
la sonrisa se desvanece en labios obedientes,
y en la risa marchita tiembla el pavor.
Y no ruego por mí sola,
sino por todos los que allí estuvieron conmigo,
en el frío glacial, y en el calor de julio 
en los ciegos muros de color rojo.


II 

De nuevo se acerca la hora de conmemorar.
Te veo, te oigo, te siento:

Y aquella que apenas pudo llegar a la ventana,
Y quien no pisa su tierra nativa,

Y aquella, que sacudía su hermosa cabeza,
ha dicho: «¡Vuelvo aquí como a mi casa!»

Quisiera llamarlas a todas por sus nombres,
pero se han robado la lista y no hay donde buscar.

Les he tejido un ancho manto
de las pobres palabras que les escuché.

De ellas me acuerdo siempre, en todas partes,
y no las olvidaré en una nueva desgracia,

y si amordazan mi boca atormentada,
por la que cien millones de vidas gritan,

que así ellas por mí rueguen y me rememoren
en la víspera de mis funerales.

Y si alguna vez este país decidiera
erigirme un monumento, 

Doy mi venia a este honor,
pero sólo con una condición – que no lo planten

junto a la costa donde nací:
rotos están mis últimos lazos con el mar, 

ni en el jardín del Zar, cerca del árbol truncado,
donde una sombra inconsolable me busca,

sino aquí, donde pasé trescientas horas
y no me abrieron los cerrojos.

Porque en la bienaventurada muerte temo
olvidar el mugido de las negras furgonetas,

la odiosa puerta cerrada con estrépito,
y el alarido de la anciana como una bestia herida.

Y ojalá que de mis inertes párpados de bronce
fluyan las lágrimas, como nieve derretida.

Y que la paloma de la prisión arrulle a lo lejos
y en silencio naveguen los barcos por el Neva.

Marzo – 1940

No hay comentarios.: