I
Ahora sé cómo caen las personas,
cómo, debajo de los párpados, asoma el miedo,
cómo el sufrimiento pone en las mejillas
duras páginas de escritura cuneiforme.
Cómo los rizos negros o cenicientos
se tornan plateados de repente,
la sonrisa se desvanece en labios obedientes,
y en la risa marchita tiembla el pavor.
Y no ruego por mí sola,
sino por todos los que allí estuvieron conmigo,
en el frío glacial, y en el calor de julio
en los ciegos muros de color rojo.
II
De nuevo se acerca la hora de conmemorar.
Te veo, te oigo, te siento:
Y aquella que apenas pudo llegar a la ventana,
Y quien no pisa su tierra nativa,
Y aquella, que sacudía su hermosa cabeza,
ha dicho: «¡Vuelvo aquí como a mi casa!»
Quisiera llamarlas a todas por sus nombres,
pero se han robado la lista y no hay donde buscar.
Les he tejido un ancho manto
de las pobres palabras que les escuché.
De ellas me acuerdo siempre, en todas partes,
y no las olvidaré en una nueva desgracia,
y si amordazan mi boca atormentada,
por la que cien millones de vidas gritan,
que así ellas por mí rueguen y me rememoren
en la víspera de mis funerales.
Y si alguna vez este país decidiera
erigirme un monumento,
Doy mi venia a este honor,
pero sólo con una condición – que no lo planten
junto a la costa donde nací:
rotos están mis últimos lazos con el mar,
ni en el jardín del Zar, cerca del árbol truncado,
donde una sombra inconsolable me busca,
sino aquí, donde pasé trescientas horas
y no me abrieron los cerrojos.
Porque en la bienaventurada muerte temo
olvidar el mugido de las negras furgonetas,
la odiosa puerta cerrada con estrépito,
y el alarido de la anciana como una bestia herida.
Y ojalá que de mis inertes párpados de bronce
fluyan las lágrimas, como nieve derretida.
Y que la paloma de la prisión arrulle a lo lejos
y en silencio naveguen los barcos por el Neva.
Marzo – 1940
Ahora sé cómo caen las personas,
cómo, debajo de los párpados, asoma el miedo,
cómo el sufrimiento pone en las mejillas
duras páginas de escritura cuneiforme.
Cómo los rizos negros o cenicientos
se tornan plateados de repente,
la sonrisa se desvanece en labios obedientes,
y en la risa marchita tiembla el pavor.
Y no ruego por mí sola,
sino por todos los que allí estuvieron conmigo,
en el frío glacial, y en el calor de julio
en los ciegos muros de color rojo.
II
De nuevo se acerca la hora de conmemorar.
Te veo, te oigo, te siento:
Y aquella que apenas pudo llegar a la ventana,
Y quien no pisa su tierra nativa,
Y aquella, que sacudía su hermosa cabeza,
ha dicho: «¡Vuelvo aquí como a mi casa!»
Quisiera llamarlas a todas por sus nombres,
pero se han robado la lista y no hay donde buscar.
Les he tejido un ancho manto
de las pobres palabras que les escuché.
De ellas me acuerdo siempre, en todas partes,
y no las olvidaré en una nueva desgracia,
y si amordazan mi boca atormentada,
por la que cien millones de vidas gritan,
que así ellas por mí rueguen y me rememoren
en la víspera de mis funerales.
Y si alguna vez este país decidiera
erigirme un monumento,
Doy mi venia a este honor,
pero sólo con una condición – que no lo planten
junto a la costa donde nací:
rotos están mis últimos lazos con el mar,
ni en el jardín del Zar, cerca del árbol truncado,
donde una sombra inconsolable me busca,
sino aquí, donde pasé trescientas horas
y no me abrieron los cerrojos.
Porque en la bienaventurada muerte temo
olvidar el mugido de las negras furgonetas,
la odiosa puerta cerrada con estrépito,
y el alarido de la anciana como una bestia herida.
Y ojalá que de mis inertes párpados de bronce
fluyan las lágrimas, como nieve derretida.
Y que la paloma de la prisión arrulle a lo lejos
y en silencio naveguen los barcos por el Neva.
Marzo – 1940
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