Estoy en Bogotá en el décimo piso de un edificio situado al oriente, sobre las faldas de los cerros que hacen parte de la Cordillera Oriental de los Andes. Gracias a esta localización puedo ver desde los cerros del sur hasta el norte saliendo de la ciudad.
Hace unos minutos caía un fuerte granizo que hacía que la totalidad de la ciudad se viera blanca. Las ventanas recibían fuertes golpes y la niña que llevo dentro corrió a ver el espectáculo y se quedó embelesada observando como las calles y los jardines se veían blancos. El cielo está cubierto de nubes grises y blancas. Hay un brillo que deslumbra y parece la esperanza de sol que pintará los acostumbrados atardeceres de naranjas, rosados, fucsias y lilas. Poco a poco se va transformando en una obra de arte que casi nadie nota.
Si piensa caminar en la ciudad es mejor que lleve una ropa fresca, que le permitirá disfrutar del sol sin sofocarse, pero también debe portar una buena chaqueta o abrigo que lo proteja si hace frío y un paraguas en caso de que llueva. Lo único que en realidad sabe respecto al clima es que puede cambiar en cualquier momento.
A esta hora, 5:03 pm, todo fluye en su ritmo constante. Se alcanza a escuchar el tren que se aproxima y toca su bocina. Los carros fluyen por los puentes, la gente circula con sus afanes.
El día se va recogiendo en esta hora que ejerce un extraño encanto sobre mi sensibilidad
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