Aunque el Padre abandonó el hogar cuando ella contaba tan solo con tres años, describen en la publicación "Gabriela Mistral y un mundo de verdad"1, --Siempre fue triste, “una niña huraña como son los grillos oscuros cuando es de día, como es el lagarto verde, bebedor de sol”, y aprendió a conocer las montañas de Elqui como las palmas de sus manos, sacando cuentas del pliegue del arbusto y del color de la piedra eterna. A falta de padre verdadero – don Jerónimo Godoy buscó caminos sin atarse al deber ni a las normas-, Gabriela se aferró a la tierra en un haz de sensaciones, viendo con un ojo total “los cerros tutelares que se me vienen encima como un padre que me reencuentra y me abraza, y bocanada de perfume de esas hierbas infinitas de los cerros”.--

Vivió de los 3 a los 9 años en Montegrande, una localidad Chilena situada en el Valle del Elqui en la región de Coquimbo. Vivió allí con su madre y con su hermana Emelina Molina Alcagaya, maestra de primaria y jefa del correo. Sus primeros estudios los realizó en la Escuela Rural de Montegrande. La casa en la que vivían, era muy sencilla típica del sector enclavada en la falda de un cerro. Una pequeña construcción de adobe, de un piso, En una de las piezas de unos 20 metros cuadrados estaba ubicada la sala de clase donde trabajaba con Emelina y el segundo dormitorio, de menor tamaño era la habitación de la familia. La casa posee también un patio estrecho y largo con hermosos árboles y vista al río.
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Valle de Elqui |
Qué extrañas le resultaron las tierras duras y arduas. No hallaba
en ellas sino la penuria, la extensión del dolor, la prolongación de la queja.
“El hambre de extensión verde – confesó – es para mí entre las más nobles
avideces que llevamos, y yo no sé vivir en paisaje que no me la aplaque y,
además, me la revele”. Y cómo se alegraba con el fervor del suelo o del cielo
luminoso, con la fe de las raíces trepadoras, o con el orden de los pájaros en
desmedro de un mundo seco, en el cual impera el muñón vegetal, el tizón que aún
llora o la maleza desmedida.
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Flamboyán |
Realidad y símbolo, el mundo circundante se le volvía vivo en la
mirada, en el tacto o en el olfato, ya aún tenía dónde elegir: “Si yo quisiera
símbolo para mí y que siendo floral no sea blando, del flamboyán me acordaría,
que arde lo mismo que yo, como si Dios nos hubiese hecho a ambos en el mismo
momentos, a mí con la derecha de hacer criatura, a él con la izquierda de hacer
planta”.
Con las montañas y la luz de Elqui – y más tarde buscará el buen
abrazo ceñidor para América toda - , y con la luz de un tiempo sin tiempo,
viene para la niña Lucila lo que siguió siendo siempre el hallazgo fundamental
de los libros. Primero, cuál mejor que el paisaje: “En las quijadas de la
cordillera el único libro era el arrugado y vertical de trescientas y tantas
montañas, abuelas ceñudas que daban consejas trágicas”. Allí, en los
atardeceres de Montegrande, un día descubre el Libro: “Mi abuela estaba sentada
en un sillón rígido, y yo me sentaba en una banqueta de mimbre. Ella me
alargaba su Biblia, muy vieja y ajada, y me pedía que le leyera. Siempre me la
entregaba abierta en el mismo sitio, en los Salmos de David”.
De esa sabiduría y de aquel venero poético caudal, de la mixtura
de la cadencia y del símbolo, del vigor de la letra y de la extensión del
espíritu, algo quedará para siempre en el mundo poético de Gabriela Mistral,
dando la razón de amor a esta mujer sabia en el tiempo y en eternidades,
fantasma de bulto que “hubiera querido vivir entre el pueblo hebreo y ser la
Mujer Fuerte de la Biblia”. ¿Y no serán, por acaso, lugares gemelos, ámbitos
comunes, sagrados espacios de infancia eterna, su Elqui y los pueblos de Jesús?
Higueras numerosas, murallas centenarias, - sin otros padecimientos que el sol
cotidiano -, asnos pacientes.
Como los viejos cronistas, dejó memoria de cuanto vio y, a veces,
el fruto fue la extrañeza o la nostalgia. Maduró en el dolor y en la muerte. Y
escribió, y escribió, siempre sobre sus rodillas, sin saber nada del pulido
escritorio o de la mesa prestigiosa. De mañana o de noche, mientras “fui
criatura estable de mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy
inmediato, sobre la carne caliente del asunto. Desde que soy criatura
vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un
vaho de fantasmas. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me
han vuelto un cortejo melancólico, pero muy fiel, que más que envolverme me
forra y me oprime y rara vez me deja ver el paisaje y la gente extranjeros”.
Aun – y con todo – la poesía siguió siendo su niñez remota, un cayado de pastor
elquino, “un rezago, un sedimento de la infancia sumergida”.
Nunca mostró afecto desmedido por Desolación, ese libro
primerizo, lleno de ecos y de voces, que la enviara a la fama. Creía
fervorosamente en Tala porque estaba allí –según expresara-
“la raíz de lo indoamericano”. Es el hondón mítico de la tierra, esa Gea
permanente que la sobresalta en el amor. Y con ella, fundiéndose ensimismada,
vive. Alguna vez predijo: “Tal vez moriré haciéndome dormir, vuelta madre de mí
misma. Bendije siempre el sueño y lo doy por las más ancha gracia divina... En
el sueño he tenido mi casa más holgada, ligera, mi patria verdadera, mi planeta
dulcísimo. No hay praderas tan espaciosas, tan deslizables y tan delicadas para
mí como las suyas”.
Si cantó desnudamente a las cosas –agua, pan, montaña o mar- y
supo abordar el mundo con la moneda verbal de un habla criolla; si bebió en la
lengua de Santa Teresa y de Martí, y logró hallar patria común en los lieder de Schumann, en la Patética de Tchaikowski, o en el quemante Peer Gynt, de Grieg; si releyó,
sin prisa ni hastío, al Dante, a Tagore, a Hamsun, a Selma Lagerlöff, a Rilke,
a Péguy, su tono se articula en un abrazo secular con esta tierra, tan amarga
como gozosa, que la guarda para siempre.
FUENTE: 1. Página de la Universidad de Chile - Estudios. Gabriela Mistral y un mundo de Verdad. Tala, Editorial Andrés Bello, Santiago, Primera Edición 1979
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